El Bravo temprano
Exposiciones: Bravo, Etchart y Núñez.
 
 
 
Artes y Letras, El Mercurio, por Waldemar Sommer, 7 de Agosto de 2005
 
 
Una selección de Claudio Bravo, especialmente de retratos, entre 1951 a 1960, se exhibe por primera vez en Santiago.

Plausible trabajo el de la Corporación Cultural de Las Condes. Por primera vez se logra reunir y seleccionar la obra temprana de uno de nuestros artistas más conocidos internacionalmente. Comprende los años chilenos, 1951 a 1960, de Claudio Bravo. Con buen criterio se dejó de lado las copias de pintores famosos. En la presente exposición dominan, sin contrapeso, el dibujo y lo que por entonces su incipiente clientela le pedía: el retrato. Aunque su capacidad para captar el parecido de sus modelos se deja ver desde el comienzo, a lo largo del conjunto expuesto hay realizaciones con mayor vitalidad plástica y mayor proyección sicológica que otras. Desde luego tenemos aquellos dos carboncillos, con toques de pastel blanco, realizados a los quince años de edad y donde se representa su propia fisonomía y la de un compañero de colegio. En ellos resultan asombrosos la destreza desafiante de la línea y el efecto luminoso que le sirve para definir el volumen. Podemos decir que ya nos anuncian todo lo que vendrá después.

Otro retrato rebosante de vida y expresividad anímica es el de "Ana María Richard (1954). Esta testimonia ese arquetipo ideal para Bravo, tanto en mujeres como en hombres: las caras angulosas, huesudas, de grandes ojos y cabellos que se rebelan sutilmente del ordenador peinado. Agreguemos también otros retratos posteriores. Así, la magia del trazo les otorga un refinado atractivo a: "Gloria Fresno", "María Besa" -interesante composición, dominada por el juego formal de las perlas con el fino damero del tapiz del asiento-, "Verónica Elissetche" y "Julio Ramos". Si en los dos primeros casos asoma, fugazmente en los labios, el color, en estas cuatro obras se comienza a proclamar la capacidad notable del pintor para representar ciertos materiales: sedas, cueros, diversas clases de lanas, etc. El carboncillo le permite virtuosismos pasmosos.

Las dos pinturas iniciales mostradas en esta exhibición -una pequeña y una en formato amplio- reflejan algún lejano acercamiento al surrealismo, a través de Dalí. Por el contrario, los supuestamente más evolucionados tres cuadros con personajes de cuerpo entero -de la época de Concepción y en la sala principal de Las Condes- demuestran de una manera un poco obvia la admiración por Velázquez. Acaso lo más fructífero de esa influencia la encontremos en el tratamiento esfumado de las manos.

En general, los niños parecen no constituir un tema demasiado feliz en manos del artista, pues tienden a mostrársenos estáticos, estereotipados. Mucho menos, los artificiosos y amanerados bocetos de ángeles. En cambio, ¡qué gracia poseen los pequeños retratos caricaturescos a lápiz, de su período escolar! Traen el recuerdo de las inolvidables caricaturas de Daumier. En esa misma línea de inhabitual feísmo se sitúa "Escena de cementerio" (1952), donde asoma un expresionismo germano, al modo de Munch. Al lado de estos arranques liberadores, que más tarde no se repetirán, el realismo del tan joven autor nos entrega un par de interiores de 1956, cuyos incisivos trazos a pluma establecen el más justo contraste entre sus distintos planos espaciales.